viernes, 16 de septiembre de 2016

Ortega describe la escultura de El doncel de Sigüenza

Recuerdo que dentro de la iglesia [la catedral de Sigüenza], en un rincón de la nave occidental, hay una capilla y en ella una estatua de las más bellas de España. Me refiero al enterramiento de don Martín Vázquez de Arce.
Es un guerrero joven, lampiño, tendido a la larga sobre uno de sus costados. El busto se incorpora un poco apoyando un codo en un haz de leña; en las manos tiene un libro abierto; a los pies, un can y un paje; en los labios, una sonrisa volátil. Cierto cartelón fijado encima de la figura hace breve historia del personaje.
Era un caballero santiaguista, que mataron los moros cuando socorría a unos hombres de Jaén, con el ilustre duque del Infantado, su señor, a orillas de la acequia gorda en la vega de Granada.
Nadie sabe quién es el autor de la escultura. Por un destino muy significativo, en España casi todo lo grande es anónimo. De todas suertes, el escultor ha esculpido aquí una de esas antítesis. Este mozo es guerrero de oficio: lleva cota de malla y piezas de arnés cubren su pecho y sus piernas. No obstante, el cuerpo revela un temperamento débil, nervioso. Las mejillas descarnadas y las pupilas intensamente recogidas declaran sus hábitos intelectuales. Este hombre parece más de pluma que de espada. Y, sin embargo, combatió en Loja, en Mora, en Montefrío bravamente. La historia nos garantiza su coraje varonil. La escultura ha conservado su sonrisa dialéctica. ¿Será posible? ¿Ha habido alguien que haya unido el coraje a la dialéctica?


(J. Ortega y Gasset: “Tierras de Castilla”, El espectador, 1)